sábado, 10 de noviembre de 2012

Guerra en Siria


1990-2012 Siempre la guerra.

 Si quieres saber más sobre la situación actual de Siria visita el blog traducciones de la revolución siria:

www.traduccionsiria.blogspot.com.es




Nos hospedamos en una modesta pensión de Alepo, creo que se llamaba Iskandiriya o algo similar. El paso de la frontera con Turquía nos había llevado más de una hora y los libaneses que iban en nuestro autobús estaban realmente nerviosos. Estaban estudiando en Checoslovaquia y hacía cuatro años que no veían a su familia en Líbano. No sabían nada de ellos. Líbano todavía seguía en guerra y Siria ocupaba zonas del norte del país.




En una calle de Alepo
Tras salir a dar una vuelta por la ciudad, al volver al hotel observamos que la luz de nuestra habitación estaba encendida. Subimos mosqueadas. Al parecer la luz del hall que hacía de recepción, donde pasaba las horas muertas el dueño, estaba fundida, y para poder ver algo era necesaria la luz de nuestra habitación. Junto al dueño del hotel había otro hombre, y ambos nos invitaron a sentarnos con ellos a charlar. El huésped trabajaba como profesor de inglés en Yemen y estuvo comentándonos lo difícil que resultaba vivir en un país en el que el mero hecho de mirar a una mujer podía costarte una buena paliza por parte de su padre o hermanos. Siempre que no era totalmente indispensable cerrar la puerta, permanecíamos en la habitación con ella abierta. Así que recuerdo que una tarde que estábamos en la habitación de charla, uno de los chavales del hotel entró y nos dejó allí un cuenco con pipas. La conversación se prolongó y el chaval pasaba de vez en cuando para recoger las cáscaras y traernos más pipas. Si al entrar veía algo tirado en el suelo, nos regañaba en broma y lo recogía.






El niño de las hormigas y su familia.


 En Alepo hay bastantes cristianos y el espumillón decoraba algunas tiendas y entre las bocinas era corriente el tono de "navidad, navidad, dulce navidad...", a pesar de ser agosto. Mientras visitábamos la ciudadela dijimos algo a un niño que estaba aplastando hormigas agachado en el suelo. Su padre entonces nos preguntó sonriente de dónde éramos y al decirle que eramos españolas, se apresuró a señalarnos dónde estaba la mezquita de los Omeyas. Los sirios nos consideran de alguna manera parte del Imperio. Le sacamos una foto con todos sus hijos, que no eran pocos.


Una noche de madrugada oí carreras en la calle, abrí los ojos y vi sobre el tejado de la casa de enfrente de nuestra habitación a un hombre que miraba hacia abajo, hacia la calle, ocultándose de algo. Cuando cogimos el autobús para ir a Hama, nos pidieron el pasaporte. A los sirios además les revisaban las maletas. Nos resultó extraño que nos pidiesen el pasaporte para movernos dentro del país. Cuando íbamos al Krak de los Caballeros la policía paró el autobús urbano y pidió a la gente el carnet. Alguno lo llevaba atado a la ropa para no perderlo ya que lo tenían que enseñar constantemente, por lo menos el gesto de hastío y automatismo que hacían al sacarlo, sin mirar siquiera hacia afuera para ver porqué se había detenido el autobús, parecía indicar que esos controles eran el pan nuestro de cada día. En Damasco, mientras tomábamos algo en una terraza, hubo un revuelo con persecución y detención de alguien y gente que corría alrededor. Duró unos segundos y el hombre de la mesa contigua se apresuró a decirnos que era un ladrón. En la capital uno de cada cuatro hombres iba armado con pistola y la llevaba normalmente en la parte trasera del pantalón, bien visible. El tren, a pesar de costar igual que el autobús y ser mucho más cómodo, no era muy utilizado. Al coger uno creímos entender porqué: allí incluso a nosotras nos registraron las maletas y las ventanillas del tren parecían tener impactos de bala.



Norias de Hama
Los hoteles de Hama nos resultaban caros y pedimos al recepcionista de uno de ellos que nos dejase dormir en la terraza. Subimos con él a la terraza, donde había justo tres camas -éramos tres- y una pila para lavar donde había unos hombres haciendo algún arreglo u obra. En las camas había sentadas un par de mujeres sirias que se apresuraron sonrientes a entablar una pequeña conversación con nosotras. Accedimos a dormir allí. Bajamos a dar una vuelta por Hama. Era domingo y en un montecito de la ciudad en donde había puestos de dulces y frutos secos los chavales daban vueltas en círculo por la plaza central persiguiendo a unos pasos a las jovencitas mientras comían pipas o turrón. Cuando volvimos al hotel, el recepcionista nos dijo que hacía mucho viento, que había habitaciones libres y que si nos molestaba el viento no dudásemos en bajar. También nos dijo que podíamos utilizar la ducha de una de las habitaciones de abajo. Cuando llegamos a la terraza nos dimos cuenta que nos habían puesto un pestillo en la puerta (cuando salimos a visitar la ciudad, la puerta creo que estaba contra la pared pero aún no estaba colocada) para que pudiésemos cerrarnos por dentro.







Mezquita de los Omeyas. Damasco
En Homs el primer establecimiento al que fuimos en busca de habitación también era caro para nosotras y le dijimos al recepcionista si conocía algún hotel más barato. Llamó a un joven que nos llevó amablemente a otra pensión. Tras ver la habitación dimos el pasaporte al dueño para registrarnos. En cuanto vio que éramos españolas, nos dijo: " Sin Franco vivís mejor, ¿no?". A lo que nosotras respondimos afirmativamente, claro. Ipso facto él se levantó y dijo: "Tengo una habitación mejor". ¿Y el precio?, dijimos nosotras. "El mismo". Por aquella época, el año 1990, todavía estaba en el poder el padre del actual presidente, Hafez el Asad. Sus fotos a tamaño extragrande estaban por todas las ciudades, en las calles, tiendas y restaurantes, con una leyenda tipo "I love NY" sólo que ponía "Yo-corazoncito-y la foto de Hafez el Asad".




Palmira
Finalmente el revisor del autobús a Damasco, nos dejó entrar si es que encontrábamos sitio. Era el tercer o cuarto autobús que pasaba por Palmira a tope de gente, pasillos y todo, y temíamos no poder salir ya nunca jamás del desierto. ¿Estarán aún aquellas japonesas en Palmira? Nos hicimos paso como pudimos entre la gente que, sentada en taburetes improvisados o de pie, ocupaba todo el pasillo del autobús. Conseguimos llegar así al fondo en donde un par de chavales de una familia de aspecto agitanado vestida con vistosos trajes de colorines nos ofrecieron sus taburetes. Nos pusieron al bebé sobre las rodillas y así viajamos un buen trecho a través del desierto. El bebé iba vestido con un vestido rojo de volantes. Le dimos el biberón. Los chavales nos ofrecieron goma de mascar de esa que venden por la calle en Siria y Turquía, pequeñas bolas blancas como de cola de carpintero en unos frascos grandes de vidrio con agua para que se mantengan duras. Las mujeres nos ofrecían albondiguillas y nos preguntaban si estábamos casadas.



Por lo general cuando oyes en la radio o en la televisión, sentado cómodamente en el sofá, noticias sobre guerras y desgracias en otros países, no sientes nada. Veinte mil, doscientos mil... ¿Qué más da? No los conoces, la vida es así, por muchos que mueran, cuando acabe el conflicto seguirá siendo mucha más la gente que ha conseguido sobrevivir. Pero si has estado en ese país, esas cifras tienen caras, tienen nombres... Cuando dicen cómo la gente ha tenido que intentar huir de Homs utilizando la red de alcantarillado, cómo está cercado Alepo, sin víveres ni agua, cómo no pueden salir a la calle en Hama porque está llena de francotiradores que disparan a todo lo que se mueve, lo mismo a un adulto que a un niño de cuatro años, cómo han tenido que huir familias enteras hacia Turquía, no puedes evitar pensar qué será de aquel niño que aplastaba hormigas ajeno a todo en la ciudadela de Alepo, si ahora empuñará un arma o si no tendrá qué dar de comer a su familia, qué pensará aquel hombre que soñaba con una Siria sin Francos, si desesperará ante la certeza de que sus hijos tampoco podrán vivir fácilmente en libertad, dónde estará el chaval que nos obsequió con pipas, y el que nos permitió dormir en la terraza y tuvo la amabilidad de acondicionarla para que ésta fuese casi mejor que una habitación, dónde aquellos chavales agitanados que a costa de su comodidad nos cedieron en el autobús sus taburetes.



 

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