viernes, 2 de noviembre de 2012

Pasaje a la India

Rajastán 1999



 
Asomándose a la puerta en Udaipur
Han pasado 13 años desde que viajé a la India, en concreto a Rajastán, Delhi y Agra, pero un libro de Aravind Adiga, Tigre Blanco, me ha hecho recordar el viaje. No voy a contároslo desde la perspectiva actual, sin embargo; prefiero copiar algunas de las impresiones que plasmé en un cuaderno cuando estuve allí. Creo que será más preciso y fiel a lo que sentí en aquellos momentos: con el tiempo el ser humano tiende a olvidar el sufrimiento y quedarse sólo con la belleza.



Udaipur. Julio del 1999.






Palacio de Udaipur
Cierro los ojos y no veo palacios, miniaturas, ni bellos paisajes y elefantes andando por las calles. Sólo veo suciedad, una contaminación tremenda, carteles que abarrotan las calles y cansan los ojos; no veo sonrisas, sólo caras serias, miradas obscenas... y ojos enrojecidos y tristes. La salida de Udaipur es impresionante. Tengo la vista cansada y siento jaqueca ante la cantidad de imágenes insoportables que se ven. Las cuevas en donde vive la gente que trabaja en las canteras de mármol, los cuervos devorando una vaca muerta en carne viva, los cerdos peludos y sucios disputándose con los perros sarnosos la comida. Es demasiado, el hedor y la contaminación exceden lo imaginable. Pasadas las afueras y las canteras, el paisaje de arrozales y búfalos, los lagos y charcos que se han ido formando con las últimas lluvias del monzón, y los trajes amarillos, rosa fucsia, naranja... dispersos en el verde limón de la hierba, son esplendorosos; pero no puedo cerrar los ojos y seguir viendo esos paisajes, aparecen rebelándose los niños trabajando desnudos sobre el barro, la niña de pelo revuelto que pide y se arrasca una cabeza plagada de piojos, las mujeres cargando enormes cubos sobre la cabeza preparadas para hacer algún trabajo de albañilería digno de cuerpos más fornidos... Los pueblos de la carretera no son pueblos, son barracones o a
Elefante paseando por Udaipur
veces tiendas de campaña que sirven de casa y lugar de trabajo. La 
basura se almacena fuera, y chanchos, perros y vacas son los amos. Entrar en Ajmer ya se torna insoportable. Ha llovido y el barro reboza la mierda y la basura de las calles y las gentes que transitan por ellas. Un niño desnudo se cruza delante de nuestro rickshaw. Siento, sentimos, ganas de gritar. "Corre", le decimos al rickshawala. "No te pares". Jóvenes ciclo-rickshawalas luchan por subir la cuesta con el gordo que llevan encima. Hacemos noche en un hotelucho infecto, adecuado para nuestro estado de ánimo. Sólo dan ganas de huir. Al día siguiente, sin ver Ajmer ni su famoso fuerte nos dirigimos a Puskhar.


Ranakpur. Julio de 1999.

Según te vas acercando a Ranakpur el paisaje se va haciendo verde y exuberante. Al llegar sientes estar ante un templo de alguna película de Indiana Jones o con Moogly en El libro de la Selva. El bosque que lo rodea y su arquitectura de columnas de mármol 
Entrada del templo de Karni Mata
talladas que sostienen un techo con orificios que dejan pasar la luz y la incesante lluvia te dejan helado. Recuerda a los templos mayas en alguna de sus decoraciones geométricas y figuras de animales esculpidas. Pero antes de llegar allí has de cerrar los ojos para evitar ver la realidad de cientos de personas que, tullidas en mayor o menor medida, con ropas más o menos dignas, hombres, mujeres y niños, se desparraman por la estación de tren de Jodhpur a primera hora de la mañana tumbados aquí y allá. No podría acostumbrarme a ser taladrada por sus miradas. ¡Cómo olvidar la mirada de aquel niño! Después, el rickshaw que nos lleva desde allí a la estación de autobús de Jodhpur al amanecer, con la ciudad aún medio dormida, deja ver la miseria de todos esos millones de personas que nacen, comen, trabajan, tienen hijos y mueren en dos metros cuadrados de calle mugrienta, sin ningún tipo de intimidad. Ahora están desperezándose, toda la avenida está llena de personas que han dormido en la calle.



Jaipur. Julio del 1999.


Rickshawala intentando subir el puente.
Si decides dirigirte a pie al Palacio de los Vientos puedes observar la crudeza de la India en toda su dimensión. Los rickshawalas de bici-taxis, una de las atracciones turísticas del Rajastán, así como la gente que andando tira de carros con cargas imposibles de transportar ni por una mula, muestran caras de esfuerzo y agotamiento difíciles de describir. No hay aceras. Comparten la calle con motos, coches... Han de soportar los palos de los policías de tráfico que les dicen que vayan más rápido, que se muevan, que entorpecen el tráfico. Sus ojos inyectados en sangre te traspasan brillando por lo que quiera que se hayan metido para poder superar un día más de sus vidas. Panales de miel en sacos por la que ésta se derrama y a la que acuden ávidas las moscas. Cucarachas en un número inimaginable que campan a sus anchas donde paran los autobuses en la calle principal de la ciudad vieja (ciudad rosa, la llaman). Ya casi llegamos. Antes hay que pasar bajo una calle elevada por un túnel hogar de decenas de personas. Tanto el túnel como la gente que lo habita están negros como el carbón por la polución. A apenas unos metros el Hawa Mahal, el hermoso palacio de los vientos.


Hawa Mahal. Jaipur.

En casa. Agosto del 1999.


Ratas del templo de Karni Mata en Deshnok.
Ya está, se acabó, el juego de realidad virtual ha finalizado y no pienso buscar monedas para jugar otra partida. Es un juego en donde las piezas sufren demasiado como para querer tener otra vida en él.





 


El Taj Mahal es realmente hermoso, pero se me antepone a él en primer plano la imagen del niño que vimos en la estación de tren al salir de Agra. Sus pies deformes como botas de payaso que le impedían andar con normalidad -padece una enfermedad
denominada elefantiasis que provoca una hipertrofia cutánea y subcutánea causada por un gusano parásito de hombres y animales- y su mirada penetrante pidiendo ayuda hacen saltar el corazón aún a 8000 km de allá. Ahora ya en España el viaje a la India sólo parece un sueño, un mal sueño, una pesadilla a olvidar, pues en la
Taj Mahal. Agra.
realidad no puede, no debería poder existir un lugar tan alejado del bienestar y la limpieza. Mi mente parece inconscientemente querer apartar las imágenes de la India como una defensa. Si hay un infierno, creo que ya lo he conocido. Apesar de los esfuerzos de mi mente, aún se me aparecen al cerrar los ojos las imágenes de la gente durmiendo bajo el puente de Delhi, la entrada a Ajmer, el niño de la estación de Agra o la mujer sin nariz de Puskhar, o aquella que siempre pedía con una sonrisa. Pensar en sus ídolos (ya me pueden perdonar, pero no los considero dioses) me produce mal fario.


Espero que si algún día vuelvo a la India pueda conocer esa otra India que fascina a Iru, Toño, Idoia o Belén porque ahora, después de 
Detalle del templo de Karni Mata
haber visitado el norte de la India, al ver un sari no lo veo de seda 
sobre el torso de una joven bella y delgada, sino sobre la mujer de vientre hinchado que tenía un gran bulto y caminaba mostrándolo por Puskhar. Si pienso en la India no me viene el olor a sándalo de los puestecillos de fruta, sino el olor a basura y putrefacción de sus calles, a los pises de los váteres públicos, a los tubos de escape de las motos. Si oigo mencionar los colores de la India en mi mente sólo aparece el negro, el negro de la contaminación INSUFRIBLE, de las manchas rojizas de betel por todas las esquinas, de la suciedad de los dioses garabateados y pintorrojeados con sprays de colores chillones; ni rastro de coloridos saris y turbantes, de los bonitos pendientes de rubíes y zafiros en forma de flor que llevan los hombres ni de la brillante laca de sus uñas. Todo eso queda difuminado en un segundo plano. 
Monos sobre chabola de Pushkar
Si me hablan de espiritualidad veo las enormes cajas de metal a la entrada de los ghats que sin ningún disimulo te piden dinero con grandes letras DONATION BOX, las ratas enfermas -algunas muertas- del templo de Karni Mata de Deshnok, los niños siguiéndonos por la mezquita intentando vendernos algo sin ningún respeto por el recinto sagrado. Cuando me hablan del Taj Mahal veo al niño con elefantiasis de la estación de Agra, siempre ese niño, o al raquítico niño de torso desnudo, que descalzo, un trapo más-sucio-imposible en la mano, agachado, humillado, perdida toda dignidad humana, limpiaba el suelo del vagón de tren Agra-Delhi por entre las piernas de los viajeros a cambio de alguna rupia. No oigo el sitar ni la alegre música de Bollywood, sino el ruido infernal, la TORTURA, de los generadores, que se suma al ruido de las bocinas y los ventiladores, y la monótona salmodia hindú, un único verso repetido hasta la nausea, toda la tarde, toda la noche. Ocultos quedan por las jaurías de peligrosos perros famélicos y sarnosos, los llamativos elefantes, monos y camellos de ciudad y los graciosos pavos reales que 
Butanero de Bikaner
vuelan bajo maullando por el campo. ¿Que permanece en mi memoria de las preciosas havelis, los edificios jainitas y palacios de Jaisalmer? ¿Qué hay del bonito fuerte de Bikaner? ¿De los preciosos palacios de Udaipur? No puedo separar su imagen de la pobreza (falta total de dignidad humana) que los rodea y engulle. Sólo me relaja pensar en Ranakpur.



En un autobús





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