sábado, 2 de febrero de 2013

El mejor viaje del mundo


Argelia 1989
 
"Amo a Argelia porque la he sentido por dentro"
Gabriel García Márquez


Música para acompañar esta lectura: http://www.youtube.com/watch?v=HhmM1MAB-aw

Palmeral de Timimoun
Hadiya y Jalima. Esos son nuestros nombres argelinos. Nos los puso la familia de Ahmed.

Conocimos a Ahmed mientras estábamos tomando algo en una terraza de Ghardaïa. Esa misma noche nos acompañó a cenar junto con otro chico y quiso pagarnos la cena, pero su amigo, que trabajaba en la Poste, no le dejó. Al día siguiente cuando estábamos en la estación de autobuses comprando los billetes a El Golea, nos lo encontramos de nuevo y nos preguntó a ver dónde íbamos. Y pocos minutos después volvíamos a vernos en un bar donde todos los hombres que allí estaban se nos quedaban mirando como las vacas al tren, seguramente sin entender cómo podíamos comunicarnos con un chico sordomudo. Una pareja de Mondragón que estaba en la mesa de al lado y que casualmente había hecho anteriormente un viaje en autobús a Checoslovaquia con nosotras, una auténtica coincidencia, nos dijo: ¡Qué poco habla vuestro amigo, el nuestro no calla!  El caso es que nos invitó a comer a casa de su hermana y como nos íbamos  de la ciudad a las tres de la tarde, le dijimos que sí, pensando que no podía luego darnos mucho la vara si nos agobiábamos. En casa de su hermana recuerdo que había una enorme fotografía de Chadli Benyedid, el entonces presidente de Argelia. Comimos en el suelo todos del mismo plato una ensalada con pan, sin cubiertos, con las manos. Todavía recuerdo lo mucho que me gustó. Su hermana fue muy amable y cuando nos íbamos apareció el hermano pequeño que tenía 19 años, quien nos dijo: “Os veo en El Golea”. Eso nos mosqueó un poco.

Ahmed y su madre
En efecto Ahmed había ya comprado un billete para El Golea y pensaba acompañarnos hasta allí junto con otro chico sordomudo. Luego supimos que allí vivía su madre. En el autobús, en un punto indeterminado del desierto, alguien compró una sandía y el conductor tras comer un trozo, ordenó que se repartiese el restoentre los viajeros. Cuando bajamos del autobús Ahmed se empeñó en que le acompañásemos y así, sin quererlo, llegamos a su casa. Nada más abrir la puerta su madre sin mediar palabra nos abrazó dándonos la bienvenida. ¿Le habría llamado su hermano? ¿Cómo sabía la señora que íbamos a ir, si ni siquiera nosotras lo sabíamos? El caso es que ahí empezó un periplo de unos diez días por distintas ciudades del desierto argelino donde Ahmed tenía parientes.




 

EL GOLEA


Hermanos de Ahmed
Su madre vivía con una hija de 27 años que había sido repudiada por su marido porque no le daba hijos y que decía con gestos (podía hablar con cierta dificultad pero también era sorda) : “Los hombres = cero”. Por la noche llegó su hermano como había prometido. Él, Ahmed, su hermana, su madre y una vecina con sus dos hijas nos cantaron una canción mientras cenábamos, nosotras con los hombres como invitadas y las mujeres y los niños aparte. Era una canción improvisada en la que hablaban de nosotras que veníamos de España alternando la letra con irrintzis de esos que hacen los árabes que ahora no recuerdo cómo se llaman, ah sí el zaghareet. Luego nos enseñarían fotos de la familia en las que se veía a más de un músico, al parecer era una familia de músicos. Nos regalaron una rosa del desierto a cada una. Dormimos en el patio de la casa con las mujeres y los niños. La madre de Ahmed mandó a los chicos a la terraza. Esta fue la única casa, junto con la de un pequeño pueblo de casas dispersas en medio del desierto a unos 70 km de Timimoun, donde dormimos con mujeres y niños. En el resto de las casas dormíamos con Ahmed.

Amina , su madre y su hermana
Uno de los días que estuvimos en El Golea nos invitó a comer la vecina, una chica de 21 años, como yo y como Ahmed, que tenía dos niñas pequeñas, una de las cuales recuerdo que se llamaba Amina. Su marido había fallecido en un accidente de coche. Como era maestro cobraba bien (al parecer allí a los maestros se les tiene en más consideración que aquí) y la casa era espaciosa e incluso tenía frigorífico. Pero cuando murió sus hermanos dijeron que seguramente ella se volvería a casar y como sólo tenía hijas el dinero de su hermano acabaría en las manos de otro hombre, así que un día fueron a la casa y se llevaron todo lo que pudieron. Nos enseñó una foto de su marido con lágrimas en los ojos, a escondidas para que no lo viesen sus hijas.

Iglesia de El Golea
Otro día la madre de Ahmed le insistió para que nos llevase a ver una iglesia construida por los franceses, le decía que llamase a un tal Mustafa para que nos llevase en coche. Ahmed decía: “La, Mustafa, la”, “No, Mustafa, no, vamos andando”, y ponía los dedos a andar mientras nos interrogaba a ver si nos importaba ir andando. La madre le decía: “Estas loco, con este calor…” y añadía algo en árabe de lo que sólo entendíamos Mustafa y carrosa (carroza, coche). Pero Ahmed insistía “Mustafa, la”. Como la conversación trascurría con la ayuda de gestos no tuvimos ningún problema en entenderla. Esa noche no quedó claro si la madre había convencido a Ahmed, pero al día siguiente allí apareció Mustafa con su coche. Al presentárnoslo Ahmed dijo:”éste es Mustafa, somos amigos desde pequeños”, amigos lo indicaba rozando los dedos índices de ambas manos y luego bajó la mano con la palma abierta para indicar a alguien pequeño. Entonces Mustafa dijo: “sí-sí amigos… ya-ya…”. El caso es que Mustafa nos llevó a ver la iglesia. Se sorprendía de que entendiésemos a Ahmed,  decía que lo conocía desde pequeño y no le entendía nada, pero cuando Mustafa intentaba explicarnos que íbamos  a la iglesia no le entendimos en francés, entonces Ahmed hizo el gesto de inclinarse hacia adelante para rezar como hacen los musulmanes y luego tiró de una cuerda imaginaria como si fuese a tocar la campana: ¡Ah, a la iglesia!, dijimos nosotras. Más tarde Mustafa quiso comentarnos que la música raï que escuchábamos era el rock argelino, y otra vez Ahmed hizo como que tocaba una guitarra en plan roquero.

Cercanías de El Golea
El día que salimos de El Golea también nos llevó Mustafa en el coche. Antes la madre de Ahmed y  la vecina nos dieron una moneda a cada una (a mí de dos dinares creo y a mi hermana de cinco ya que era la mayor). Como no queríamos cogerlas -ya nos habían regalado algún pañuelo y unos cojines, además de las rosas del desierto-, el hermano de Ahmed nos dijo: “cogedlas es para que os toméis un café mientras esperáis el autobús”. Sin comentarios.  Además nos escribieron una carta de recomendación para un tal Litim, para que nos acogiese en su casa, aunque nunca la llegamos a necesitar. Era de noche. Cuando llegamos a la estación había mucha gente esperando, seguro que alguien se quedaba en tierra.  Mustafa no nos dejó bajar,  fue carretera adelante y paró en el arcén. Desde allí veríamos cuándo se aproximaba el bus. Cuando lo vimos aceleró hasta la estación y nos pusimos en primera línea para ser los primeros en montar y no quedarnos sin asientos. Nos cogieron las mochilas y dijeron: “subid, subid, ya nos encargamos nosotros de las mochilas”. En fin, que sea lo que Alá quiera, pensamos. ¡Llevábamos la mitad del dinero en ellas! Ahmed subió con nosotras y… nos pagó el autobús (no lo podíamos aceptar, le obligamos a coger el dinero cuando llegamos a Timimoun).

 

TIMIMOUN

Timimoun
Llegamos a Timimoun de madrugada, hacia las tres o las cuatro. Acompañamos a Ahmed a casa de otro familiar. Todo era arena roja. Unos chavales jugaban al fútbol, como he visto hacer también a esas horas en Andalucía a través de la ventanilla del tren que va a Algeciras. De día es peligroso hacer ese tipo de esfuerzos con tanto calor, así que las tres de la madrugada es una buena hora para echarse un partido de fútbol. Cuando llegamos a la casa, Ahmed golpeó en la madera de la puerta y una mujer dijo: ¿Skun? ¿Quién? A lo que Ahmed respondió: “Ana”, es decir, yo, con la misma irracionalidad que nosotros cuando nos preguntan quienes somos a través del portero. La mujer nos abrió. Todo el mundo estaba durmiendo, pero un viejo que tenía siempre el gotero puesto se levantó y estuvo hablando con nosotras mientras comíamos unas costillas de cabrito que la mujer había tenido la delicadeza de cocinarnos. Recordad que eran las cuatro de la madrugada. Después nos dieron una cazuela llena de agua por si teníamos sed mientras dormíamos y nos mandaron con Ahmed a la terraza donde dormimos sobre unas colchonetas.

Timimoun y su palmeral
Timimoun es una ciudad en medio de un desierto de arena roja  con edificios rojos del mismo tono que la arena, en donde cualquier sombra está ocupada desde muy temprana hora. Allí Ahmed tuvo que visitar a su novia con la que iba a casarse en invierno. Nos enseñó una foto en la que aparecía ante un fondo pintado, con calcetines blancos de los que todos se reían. Era delgada, tenía el pelo corto y Ahmed decía que era una víbora. Pero todos le insistían en que tenía que ir a verla. Al parecer era un matrimonio concertado y Ahmed, que en Ghardaïa nos había dicho animoso que se casaba cuando llegase el frío, ahora no parecía verlo tan claro. En esa casa conseguimos ducharnos bajo un hilo de agua mientras los niños incordiaban asomándose por la puerta del cuarto de baño sonrientes. En la casa vivían dos niños negros que no eran de la familia pero cuyos padres no podían atender. Se les trataba como a un hijo más y no parecía que el reparto de tareas les desfavoreciese. Cuando comentamos esto en casa a la vuelta como algo curioso, mi padre dijo: “¿Cómo creéis que estuvo vuestro padre aquí a los 15 años? Trabajaba para la familia que me acogía en su casa a cambio de la comida. Si daban
Familia que nos hospedó en Timimoun
algo de dinero a mis padres yo no lo vi, iba directo al pueblo.”  Es una de las muchas cosas que aprendí en Argelia: lo que nos separa son los años, no la cultura. Cuando Ahmed volvió a la noche estuvo imitando ante todos a los padres de estos niños (se desternillaban de risa), a alguna embarazada…, pero no comió nada y cuando subimos a la terraza a dormir, nos dijo: la mujer es buena –dibujaba una melena alrededor de su cara-, el marido regular –se dibujaba un bigote- y el viejo –dibujaba un cable desde su brazo hasta el gotero- es malo. Mañana nos vamos –cogió un volante imaginario- La verdad es que al viejo se lo había tenido que llevar la ambulancia un día y cuando desapareció durante apenas una hora toda la casa se revolucionó y las sonrisas y alegría se apoderó como por arte de birlibirloque de todos. Para nosotras que éramos meras espectadoras fue realmente chocante. Ahmed se había enfadado con él un día porque nos puso a comer con la mujer y los niños en vez de con los hombres como se hace con los invitados.



 

Mohammed
Al día siguiente cogimos un taxi compartido y nos dirigimos a un pueblo a unos 70 km de Timimoun cuyo nombre desconozco. Nos acogieron en una edificación de adobe compuesta por diferentes habitaciones y un patio central donde los moradores, que parecían ser varias familias, pasaban las horas del día más frescas. Las calurosas se pasaban en la habitación que daba al patio. Había varias mujeres y niños y un solo hombre: al parecer, los otros habían partido con los camellos a Tamanraset no hacía mucho y Mohammed se quedó al cargo de la casa. Casi todas las mujeres estaban embarazadas. Vestían ropajes de colorines y llevaban el pelo muy largo y aceitado. Los niños nos miraban “como si fuésemos la tele” decía Ahmed. Les cantábamos “un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña…” y Ahmed nos decía que no sabían lo que era un elefante, sólo conocían los camellos y las cabras. Las mujeres enseñaban a los pequeños el peligro del fuego encendiéndoles una cerilla, acercándosela a la cara y haciendo uh, uh. Aprovechaban cualquier ocasión para enseñar a los niños desde bebés a seguir el ritmo. Se los ponían encima y cogiéndoles las manitos daban golpes a alguna palangana a la vez que marcaban el ritmo tatarara tatata tatarara tatata. Con dos añitos apenas, un niño, creo que se llamaba Mohammed también, se puso un día un pañuelo alrededor de las caderas y empezó a bailar increíblemente bien alguna danza religiosa mientras las mujeres cantaban. Alguna mujer también se animó toda embarazada a echarse unos bailes. Vino alguien importante del pueblo a visitarnos –un niño avisó a las mujeres que inmediatamente dejaron lo que estaban haciendo con nerviosismo-, nos estrechó las manos  y nos dijo: “¿habláis francés? ¿habláis árabe?... Pues yo no sé cómo os entendéis con esta gente”. El día que llegamos las mujeres mayores del pueblo nos hicieron el honor de venir a cenar a la casa donde estábamos. Comimos todos alrededor de un plato de cuscús sobre el que pusieron un dadito de carne para cada comensal, a mí me tocó un trozo de puro nervio que me resultó difícil tragar.

 
Atención a los helicópteros

El último día antes de volver a Timimoun el primo de Ahmed, Shikh nos llevó en un pick up a través del desierto a una casa no muy lejos de donde habíamos estado a cenar. Era de noche y casi atropellamos a algunos hombres que estaban sentados en el suelo charlando entre las casas. Allí cenamos sobre una esterilla bajo la que los escarabajos se movían a sus anchas. Comimos un plato de macarrones. Los niños tenían los mocos colgando y alguno tenía algún problema en la piel del cuero cabelludo. Parecía una familia mucho más pobre que la que habíamos conocido anteriormente.


 


Alegría infantil
Después de cenar cogimos carretera de vuelta a Timimoun. Cuando llegamos, Shikh nos llevó a casa de su hermana. Estaban todos durmiendo y para no despertarlos, entró por una ventana y nos abrió la puerta, después cogimos cuatro colchonetas del salón y las subimos a la terraza donde dormimos Shikh, Ahmed y  nosotras dos. No queríamos incordiar más a la familia de Ahmed, por lo que al día siguiente le pedimos ir a un hotel. Él no entendía nada pero no nos contrarió, ni nos hizo ninguna pregunta y nos llevó al hotel. Ahmed un día nos dijo que no creía en Dios, porque le había dejado sordomudo, pero yo no he conocido a nadie tan sumamente amable, hospitalario, comprensivo y desinteresado en mi vida. Al cabo de una hora se presentó de nuevo allí para que fuésemos  a comer y al entrar en la habitación y ver toda la ropa lavada, se dio cuenta de porqué queríamos ir a un hotel, llevábamos diez días sin cambiarnos de ropa, con ella puesta de día y de noche. Entonces pareció entenderlo todo y en cuanto vio a su primo se lo contó, para sorpresa de Shikh que, más malicioso, creo que le envidiaba por haber entrado en la habitación. Un día mientras íbamos en el pick up, nosotras con Shikh en la cabina y Ahmed atrás, nos preguntó Shikh si éramos hermanas, le dijimos que sí. “¿De veras? ¡Yo creía que eran imaginaciones de Ahmed!” No llegaban a entender cómo podíamos entendernos tan bien con él. Un día al salir de cenar de un hotel, Ahmed nos llamó y a pesar de que solo salían de su boca sonidos trafulcados, nosotras, que ya llevábamos diez días con él, entendimos nuestro nombre: a Shikh se le quedaron los ojos como platos.

Cogiendo agua
 Todavía nos llevaron a visitar otra localidad cercana, la gruta parecimos entenderles, en una excursión de un día. El día anterior habíamos visto en una tienda un cartel con los precios que se solía cobrar a los turistas por esta excursión, así que dijimos, “esto es de pagar” casi con ilusión (nuestro dinero seguía prácticamente intacto desde que cambiamos en Orán), pero cuando nos llevaron paramos antes en otro pueblo donde tuvimos que ayudar a descargar unas garrafas de agua. Allí nos invitaron a comer lentejas. No vimos ninguna mujer en la casa, aunque había niños que tomaban galletas untadas en el té. Durante la sobremesa los hombres sentados en el suelo se fumaron unos porros mientras en un sillón nosotras (no nos ofrecieron) seguimos todo el proceso de risas flojas y posterior bajón depresivo de la droga. Continuamos en el coche y visitamos a otros amigos de Shikh, éstos negros, que nos invitaron a té… En fin, que también esta excursión nos salió gratis.

Shikh
Llegó, sin embargo, el día en que Ahmed tenía que volver al trabajo –trabajaba para Cepsa o Repsol- y nosotras teníamos que ir volviendo poco a poco a través de Marruecos a España. Nos despedimos en la estación de Timimoun. Fui a comprar un helado a una tienda: ¿De dónde sois, de España? ¿A dónde vais, a Bechar?  El heladero parecía conocer toda nuestra vida, él se lo decía todo. La verdad es que el mundo puede ser un sitio fantástico. Desde luego este viaje juvenil por Argelia  fue maravilloso, el mejor viaje del mundo.
 

 


 
 

1 comentario:

  1. La narración de este maravilloso viaje a Argelia nos enseña en qué consiste realmente viajar. No es ir de acá para allá como las maletas (expresión de mi aita) sin observar, sin fijarte en nada, sin relacionarte con los habitantes del país que estás visitando...Y eso es un viaje para la inmensa mayoría: hotel, qué tal las comidas (normalmente malas porque no son "las nuestras")
    Fabulosa experiencia la que vivistéis en la juventud conociendo la inmensa hospitalidad que existe en la mayoría de los poblados africanos, la bondad, amabilidad y falta de egoísmo que es el que invade "nuestro mundo". Mi padre y mi tío tuvieron un largo trabajo y siempre me han transmitido la maravillosa gente que son los tuareg, los famosos hombres azules del desierto les ofrecieron una hospitalidad que acá sería inconcebible.
    Muy interesante historia para evocar toda una vida...

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