sábado, 12 de enero de 2013

El M’zab argelino: Ghardaïa.



Montando al autobús en Ghardaïa
Tras cinco o seis días en Orán tomamos el bus hacia Ghardaïa y el desierto. Nos tocó en el lugar más incómodo del autobús, habían soldado la puerta trasera y en el espacio ganado en el interior habían colocado otros dos asientos, los nuestros. Sin embargo, duramos poco en ellos. El ayudante del conductor al pedirnos el billete nos preguntó a ver de dónde éramos y tras oír nuestra respuesta dijo que su tataratatarabuelo también era español, a lo que todo el autobús respondió con risas. En cuanto quedaron libres un par de sitios delante nos dijo en español: “ven aquí, ven aquí”.

 

Al poco de salir de Orán la ventanilla enmarcaba un paisaje desértico salpicado de feroces llamas de fuego de las plantas de gas. La gente estiraba el cuello para verlas bien como si las viese por primera vez. Hubo una parada al anochecer para rezar. Todos los viajeros menos una mujer y su hijo –creo que todos los demás eran hombres- se pusieron en fila mirando hacia el este y empezaron a hacer sus genuflexiones dirigidos por un señor de cierta edad. Me encanta el ritual islámico de las cinco oraciones y creo que deberíamos tener todos algo así, que nos permitiese parar el tiempo varias veces al día y dejar lo que quiera que estuviésemos haciendo para relajarnos un poco y interrumpir ese ritmo de vida absurdo que llevamos, impuesto por empresarios y gobernantes que se hacen ricos a nuestra costa.

Mercado de Ghardaïa
Unos kilómetros más allá paramos para cenar. Dejé a mi hermana en la barra del bar pidiendo unas limonadas  y me dirigí a las cortinillas tras las que me habían señalado que estaba el baño. Abrí las cortinas y vi a la izquierda una pared y enfrente, a apenas un metro, otra pared sobre la que estaba apoyada una bici. Miré entonces hacia el pasillo totalmente oscuro que se adivinaba a la derecha y del fondo una voz de hombre asustado me dijo: “attendez, attendez”.  Una vez que hice mis necesidades, me senté al lado de mi hermana que se había acomodado en una mesa con las dos limonadas. Me dijo: “No me las han cobrado”. “¿Cómo que no te las han cobrado?”. Llevábamos ya seis días en el país y aún no habíamos gastado un dinar, Linda y Tayeb nos pagaron todo mientras estuvimos en Orán y ahora al parecer para cuando mi hermana preguntó cuánto era algún compañero de viaje que no conocíamos ya nos había pagado los refrescos. Al poco vino un joven y nos dijo a ver qué queríamos cenar. “Nada, gracias”. Linda nos había preparado comida para el viaje y en el autobús ya nos habíamos comido algún trozo de chocolate y demás. Se le acercó otro chico: “Algo tenéis que comer, el desierto es muy duro, lo pagamos nosotros, por lo menos un plato para las dos”.  A pesar de que insistimos en que no queríamos nada, nos presentaron un plato sobre la mesa y nos dijeron: “Allez, mangez”.  Apenas si tuvimos tiempo de probarlo, porque entre tanto que no, que gracias, al autobús le llegó la hora de partir.

Vestimenta de las mujeres del M'zab
Lo bueno de ir por el desierto es que la carretera es recta y en un pispas estuvimos en Ghardaïa, no serían ni las cuatro de la madrugada. Omar, un chico que luego iba a Ouargla en un viaje relámpago de trabajo de un día y  vuelta a Orán, nos invitó en el bar cercano a la estación a un agua calentorra y un té templado. Tenía amigos en Perú y ya antes en el autobús había conversado algo con nosotras. Tarareaba sin parar la melodía de Beethoven “Para Eloise” http://www.youtube.com/watch?v=UPNUp9DwFR0 , hasta que nos la pegó. Nosotras no sabíamos que era una melodía de Beethoven pero era la época de la movida en España y el grupo Puturrú de Fua había hecho una versión cuya letra decía “creo que me ha dado un paralis” –léase con el tonillo de la música de Beethoven-. Así que estuvimos luego todo el mes cantando “creo que me ha dado un paralis” a la menor ocasión.

 

Casco antiguo de Ghardaïa
No sé si fue él o un chico negro que no recuerdo cómo se nos presentó quien nos acompañó a un hotel. En el hotel, debido a las horas intempestivas en las que llegamos, nos dijeron que todavía no podíamos tener habitación pero que podíamos dejar las mochilas, y así lo hicimos. Hasta que amaneció estuvimos haciendo tiempo por las calles principales de Ghardaïa creo que primero con el chico negro que nos llevó a ver el mejor hotel de la ciudad, uno de esos con piscina, por si era más de nuestro gusto, y luego solas. Nos sentamos en un banco a ver pasar chanclas arrastradas por jóvenes aún medio dormidos, cuando se nos sentó al lado un chaval de unos quince o dieciséis años, que mientras nos preguntaba las cuestiones de rigor (procedencia, nombre…) metía su mano bajo mi pelo y me acariciaba la nuca con la mayor naturalidad.

La ciudad iba despertando y al fin pudimos acceder a nuestra habitación. Los dueños y trabajadores del hotel eran negros y recuerdo un día oírlos tararear a Julio Iglesias cantando en francés “me va, me va-me va, me va-me va…” superponiéndose a la música que salía del casete.

Ghardaïa
Ghardaïa es una preciosa y agradable ciudad de tonos pastel, gentes bereberes (blancos y negros), mujeres de un solo ojo y mezquitas de aspecto extraterrestre.

A la noche nos bebimos sin apenas darnos cuenta una botella entera de agua. Ninguna de las dos creíamos habernos despertado tantas veces como para acabar con la botella, pero así fue. Recuerdo despertarme sudando a mares, incluso los párpados me sudaban. Fuimos a desayunar y Mohammed, un chavalillo de bata blanca y andar cansino –la verdad es que con ese calor no se puede andar de otro modo- al que su jefe siempre estaba gritando –por eso recuerdo su nombre- nos sirvió como al resto de comensales un café, una jarra con agua, una botella de dos litros de limonada o cola de producción nacional y un bocadillo intragable debido a que nuestra boca no podía en tal ambiente de sequedad salivar lo suficiente como para poder comerlo. Todo el mundo dejaba el bocadillo intacto. El agua y la limonada desaparecía, sin embargo, en un visto y no visto. Nunca hubiese pensado que era capaz de beberme tal cantidad de coca-cola a las 7 de la mañana.

 

Por la tarde hubo una gran tormenta de arena. Volvió Omar y le hicimos subir a la habitación para darle una aspirina. Vio la sandía que habíamos comprado en el mercado y nos dijo que no la dejásemos ahí, que se nos iba a poner mala. Nuestra idea era tener algo fresco para tomar a la noche, aparte del agua que ya antes de que nos cogiese el sueño estaría calentorra. Por la mañana agua y sandia habían desaparecido. Adquirimos una gran habilidad en, medio dormidas, coger el cuchillo, partirnos una rodaja y comérnosla. Eso sí, resultó una noche un tanto pringosa.

Al siguiente día conocimos a Ahmed. Nos pareció que se habían dirigido a nosotras mientras estábamos en la calle tomando algo sentadas en unas sillas que habíamos pedido sacar al camarero de la “pizzería” (esa era nuestra intención, comernos una pizza, pero lo del letrero eran fantasías del jefe), nos volvimos y le preguntamos al chico a ver qué había dicho. “Soy sordomudo” nos dijo con gestos y algún sonido gutural. Desde entonces se convirtió en nuestro acompañante inseparable durante más de diez días por los pueblos del M’zab.  Una de las mejores experiencias de mi vida. El mejor viaje de mi vida.

 

 


 




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