Montando al autobús en Ghardaïa |
Tras cinco o seis días en Orán tomamos el bus hacia Ghardaïa
y el desierto. Nos tocó en el lugar más incómodo del autobús, habían soldado la
puerta trasera y en el espacio ganado en el interior habían colocado otros dos
asientos, los nuestros. Sin embargo, duramos poco en ellos. El ayudante del
conductor al pedirnos el billete nos preguntó a ver de dónde éramos y tras oír
nuestra respuesta dijo que su tataratatarabuelo también era español, a lo que
todo el autobús respondió con risas. En cuanto quedaron libres un par de sitios
delante nos dijo en español: “ven aquí, ven aquí”.
Al poco de salir de Orán la ventanilla enmarcaba un paisaje
desértico salpicado de feroces llamas de fuego de las plantas de gas. La gente
estiraba el cuello para verlas bien como si las viese por primera vez. Hubo una
parada al anochecer para rezar. Todos los viajeros menos una mujer y su hijo –creo
que todos los demás eran hombres- se pusieron en fila mirando hacia el este y
empezaron a hacer sus genuflexiones dirigidos por un señor de cierta edad. Me
encanta el ritual islámico de las cinco oraciones y creo que deberíamos tener
todos algo así, que nos permitiese parar el tiempo varias veces al día y dejar
lo que quiera que estuviésemos haciendo para relajarnos un poco y interrumpir
ese ritmo de vida absurdo que llevamos, impuesto por empresarios y gobernantes
que se hacen ricos a nuestra costa.
Mercado de Ghardaïa |
Unos kilómetros más allá paramos para cenar. Dejé a mi
hermana en la barra del bar pidiendo unas limonadas y me dirigí a las cortinillas tras las que me
habían señalado que estaba el baño. Abrí las cortinas y vi a la izquierda una
pared y enfrente, a apenas un metro, otra pared sobre la que estaba apoyada una
bici. Miré entonces hacia el pasillo totalmente oscuro que se adivinaba a la
derecha y del fondo una voz de hombre asustado me dijo: “attendez, attendez”. Una vez que hice mis necesidades, me senté al
lado de mi hermana que se había acomodado en una mesa con las dos limonadas. Me
dijo: “No me las han cobrado”. “¿Cómo que no te las han cobrado?”. Llevábamos
ya seis días en el país y aún no habíamos gastado un dinar, Linda y Tayeb nos
pagaron todo mientras estuvimos en Orán y ahora al parecer para cuando mi
hermana preguntó cuánto era algún compañero de viaje que no conocíamos ya nos
había pagado los refrescos. Al poco vino un joven y nos dijo a ver qué
queríamos cenar. “Nada, gracias”. Linda nos había preparado comida para el
viaje y en el autobús ya nos habíamos comido algún trozo de chocolate y demás.
Se le acercó otro chico: “Algo tenéis que comer, el desierto es muy duro, lo
pagamos nosotros, por lo menos un plato para las dos”. A pesar de que insistimos en que no queríamos
nada, nos presentaron un plato sobre la mesa y nos dijeron: “Allez,
mangez”. Apenas si tuvimos tiempo de
probarlo, porque entre tanto que no, que gracias, al autobús le llegó la hora
de partir.
Vestimenta de las mujeres del M'zab |
Casco antiguo de Ghardaïa |
No sé si fue él o un chico negro que no recuerdo cómo se nos
presentó quien nos acompañó a un hotel. En el hotel, debido a las horas
intempestivas en las que llegamos, nos dijeron que todavía no podíamos tener
habitación pero que podíamos dejar las mochilas, y así lo hicimos. Hasta que
amaneció estuvimos haciendo tiempo por las calles principales de Ghardaïa creo
que primero con el chico negro que nos llevó a ver el mejor hotel de la ciudad,
uno de esos con piscina, por si era más de nuestro gusto, y luego solas. Nos
sentamos en un banco a ver pasar chanclas arrastradas por jóvenes aún medio
dormidos, cuando se nos sentó al lado un chaval de unos quince o dieciséis
años, que mientras nos preguntaba las cuestiones de rigor (procedencia,
nombre…) metía su mano bajo mi pelo y me acariciaba la nuca con la mayor
naturalidad.
La ciudad iba despertando y al fin pudimos acceder a nuestra
habitación. Los dueños y trabajadores del hotel eran negros y recuerdo un día
oírlos tararear a Julio Iglesias cantando en francés “me va, me va-me va, me
va-me va…” superponiéndose a la música que salía del casete.
Ghardaïa |
Ghardaïa es una preciosa y agradable ciudad de tonos pastel,
gentes bereberes (blancos y negros), mujeres de un solo ojo y mezquitas de
aspecto extraterrestre.
A la noche nos bebimos sin apenas darnos cuenta una botella
entera de agua. Ninguna de las dos creíamos habernos despertado tantas veces
como para acabar con la botella, pero así fue. Recuerdo despertarme sudando a
mares, incluso los párpados me sudaban. Fuimos a desayunar y Mohammed, un
chavalillo de bata blanca y andar cansino –la verdad es que con ese calor no se
puede andar de otro modo- al que su jefe siempre estaba gritando –por eso
recuerdo su nombre- nos sirvió como al resto de comensales un café, una jarra
con agua, una botella de dos litros de limonada o cola de producción nacional y
un bocadillo intragable debido a que nuestra boca no podía en tal ambiente de
sequedad salivar lo suficiente como para poder comerlo. Todo el mundo dejaba el
bocadillo intacto. El agua y la limonada desaparecía, sin embargo, en un visto
y no visto. Nunca hubiese pensado que era capaz de beberme tal cantidad de
coca-cola a las 7 de la mañana.
Por la tarde hubo una gran tormenta de arena. Volvió Omar y
le hicimos subir a la habitación para darle una aspirina. Vio la sandía que
habíamos comprado en el mercado y nos dijo que no la dejásemos ahí, que se nos
iba a poner mala. Nuestra idea era tener algo fresco para tomar a la noche,
aparte del agua que ya antes de que nos cogiese el sueño estaría calentorra.
Por la mañana agua y sandia habían desaparecido. Adquirimos una gran habilidad
en, medio dormidas, coger el cuchillo, partirnos una rodaja y comérnosla. Eso
sí, resultó una noche un tanto pringosa.
Al siguiente día conocimos a Ahmed. Nos pareció que se
habían dirigido a nosotras mientras estábamos en la calle tomando algo sentadas
en unas sillas que habíamos pedido sacar al camarero de la “pizzería” (esa era
nuestra intención, comernos una pizza, pero lo del letrero eran fantasías del
jefe), nos volvimos y le preguntamos al chico a ver qué había dicho. “Soy
sordomudo” nos dijo con gestos y algún sonido gutural. Desde entonces se
convirtió en nuestro acompañante inseparable durante más de diez días por los
pueblos del M’zab. Una de las mejores
experiencias de mi vida. El mejor viaje de mi vida.
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