Ejercicio
de agudeza: ¿En qué ciudad sucede la trama? La respuesta al final.
Era
perfectamente consciente de que estaba soñando.
Estaba acostada de lado en una
posición normal, con las piernas ligeramente flexionadas, pero una pierna y
parte del tronco parecían ir por libre, como si un hilo invisible tirara de
ellos hacia arriba, flotaban en el aire y por muchos esfuerzos que hacía no
conseguía que bajasen, parecían querer hacerme volar, aspirarme hacia arriba.
No era agradable. El cerebro daba órdenes a la pierna para que bajase pero ésta
no atendía a razones. Intentaba en sueños darme la vuelta para que esa pierna
rebelde se viese obligada a reposar sobre el colchón. Inútil. Cuando por fin
conseguí despertar me quede inmóvil durante largos minutos, tenía una sensación
extraña, incluso llegué a tocarme suavemente la pierna para cerciorarme de que
seguía intacta, de que no me pasaba nada. Por fin, me tranquilicé, sería uno de
tantos posibles efectos nocivos del Lariam, los malos sueños.
Me
desperecé y me dirigí al baño. Sentada en el retrete observé con impaciencia el
Buda sedente que, rodeado de una composición de piedras en plan jardín zen,
tenía mi casera sobre un armarito bajo a un lado de la bañera, justo frente a
mí. No creo que Buda fuese así de gordo, pensé. “Ya tienes tarea para mañana:
inspira, expira, inspira, expira”, fue lo que, al parecer, le dijo Buda a un discípulo
ansioso de sus enseñanzas. ¿Será esa
filosofía de vida la que lo mantiene así de gordo?
Ganesh |
No me
duché. Me vestí descuidadamente y salí de la habitación. Pasé por el comedor
sin ni siquiera mirar las madalenitas que Vera había dispuesto con cuidado
sobre la mesa. Me dieron ganas de tocar
la campana con la figura del menino Ganesh que colgaba en la pared, al lado de
uno de los cuartos. Tin-tin, tin-tin, me largo, hoy tengo algo que hacer:
inspirar, expirar, inspirar, expirar. Sonreí con desgana.
Abrí el primer candado con la diminuta llave, y cuando iba a abrir el de fuera, el joven guardián, que venía corriendo no sé de dónde, se me adelantó y me abrió la puerta con un risueño bon día. Apenas di dos pasos el perrito de los vecinos, como siempre, se acercó a todo meter ladrando como un descosido, y se empotró violentamente en la manta que sus dueños habían colocado alrededor del pequeño boquete de la alambrada, para que el chucho no se hiciese daño en uno de esos arranques en los que sin duda quería demostrar a sus dueños que como perro guardián valía tanto o más que esos perrotes peligrosos que tenían las otras casas de la manzana. Con medio cuerpo fuera, ladraba y ladraba como un loco. Estoy segura de que no tenía nada contra mí, era sólo una forma de no perder su sustento. Tal vez él, como yo, también sentía como un desasosiego que le hacía dormir mal.
Me
dirigí a la Mao Tse Tung con alegría simulada, pensando en el pequeño perrito.
Crucé con cuidado de no ser atropellada por algún automovilista somnoliento y
torcí por la Vladimir Lenin. No era un día especialmente claro, parecía que iba
a llover. Lamenté haber salido con tanta prisa, sin pensar ni en la temperatura
que haría. En mi habitación sin ventana siempre acostumbraba a asomar el morro
antes de terminar de vestirme, para decidir si llevar algo más de ropa o no. Descendí
un rato por la Olof Palme y luego dirigí mis pasos hacia la Karl Marx.
Mis pies
parecían llevarme hacia el Museo de Arte, y llegué a doblar por la Ho Chi Min, pero
enseguida me di cuenta que no tenía mucho sentido ir allí, eran sólo las nueve
y hasta las once no abrían. Seguí entonces por la Ho Chi
Min pero en sentido
contrario al museo y descendí después por la Samora Machel hasta el
Continental. Compré el periódico al joven que los vendía al lado de la puerta y
me dispuse a tomarme un zumo, un café con leche y un buen pastel de nata. No
era mala manera de intentar matar esa especie de pánico que no me abandonaba
los últimos meses.
Respuesta: otupaM
Abrí el primer candado con la diminuta llave, y cuando iba a abrir el de fuera, el joven guardián, que venía corriendo no sé de dónde, se me adelantó y me abrió la puerta con un risueño bon día. Apenas di dos pasos el perrito de los vecinos, como siempre, se acercó a todo meter ladrando como un descosido, y se empotró violentamente en la manta que sus dueños habían colocado alrededor del pequeño boquete de la alambrada, para que el chucho no se hiciese daño en uno de esos arranques en los que sin duda quería demostrar a sus dueños que como perro guardián valía tanto o más que esos perrotes peligrosos que tenían las otras casas de la manzana. Con medio cuerpo fuera, ladraba y ladraba como un loco. Estoy segura de que no tenía nada contra mí, era sólo una forma de no perder su sustento. Tal vez él, como yo, también sentía como un desasosiego que le hacía dormir mal.
Calle Mao Tse Tung |
Calle Vladimir Lenin |
El
periódico decía que no se firmaría la cachimba de la paz, el partido en el
gobierno y la oposición no se ponían de acuerdo, ya había habido varios civiles
muertos. Los vecinos de Matola habían respondido a las pintadas tipo “estad
preparados porque mañana vendremos con navajas y nos tendréis que dar todo lo
que tenéis” de los violentos ladrones
que acostumbraban asediar el barrio un día sí y otro también, con
carteles en los que decían esperarles con gasolina, neumáticos, y fuego. Cerré el
periódico: lo mismo de siempre. No estaba triste exactamente; como más de una
vez en estos últimos meses, tenía un día rojo. “Difícil encontrar una tienda
como Tiffany’s en esta ciudad para ver si en mí también tienen un efecto
tranquilizador”, pensé. Decidí probar con el museo de la moneda. Ni corta ni
perezosa allí me dirigí sin pensarlo dos veces.
Museo de arte |
“¿Nacional
o extranjera?”, me preguntó el recepcionista del museo. Me quedé anonadada, no
por la pregunta, soy blanca pero sin duda no me diferencio en nada del tipo
físico portugués, sino por el traje que llevaba el joven: pantalón blanco
inmaculado, camisa blanca impoluta con decoraciones
estilo Elvis Presley, zapatos relucientes. Tal vez había acertado con mi
Tiffany’s particular: un buen portero para poner en la antesala de un día en el
que buscaba sino felicidad, por lo menos serenidad.
Billete de 50 trillones de dólares de Zimbabue |
Me
dirigí directamente a la sala que me interesaba. No tardé mucho en verlo: cincuenta
trillones de dólares. En un único billete. Me dio la risa. Pobre gente de
Zimbabue, un billete de cincuenta trillones de dólares que ayer valía para
comprar una moto, hoy unos zapatos, mañana como mucho para comprar el pan y pasado
mañana tal vez ni para limpiarse el culo. Ese sencillo billete de repente me hizo
relativizar mis angustias. ¿Qué más daba
si perdía el trabajo? ¿Qué me daban a cambio de mis esfuerzos y desvelos? ¿Cuatro
papeles impresos que guardaba como una hormiguita en un banco para cuando
tuviese tiempo de disfrutarlo? Porque ahora tiempo, lo que es tiempo no tenía. ¿Cifras
impresas en una cartilla de la que en cuanto quisieran los gobernantes me
harían una quita? Una quita absolutamente legal, eso sí. ¡Que les den! Tengo
que olvidarme del tema, si me quedo en el paro dios, Buda, Ganesh o la RGI
proveerán. Salí del museo con ánimo renovado. Me voy a dar un homenaje, hoy iré
a comer a Río o alguno de los restaurantes de la calle Julius Nyerere: queso
del Alentejo, unas almejas, unas aceitunitas, paté de atún… Voy a disfrutar por
fin de mis vacaciones. Tenía razón Buda, he de aprender a distinguir lo
fundamental de la vida de lo superfluo. A partir de ahora el trabajo, los
convencionalismos sociales, los deberes que la clase dominante me impone para
favorecer sus propios intereses en vez de los míos… los voy a dejar en un
segundo plano y voy a darme toda la prioridad, voy a ocuparme de mí misma, de
vivir. Voy a sacar a mi hijo del comedor escolar, comeré con él todos los días, tal vez aprenda a pintar acuarelas, voy a
bajar del camarote aquella guitarra que hace no sé cuanto que no toco, pienso
desayunar a diario en una cafetería, siempre con un bollo, como he hecho hoy,
hasta que se me acaben todos los ahorros. Y voy a volver a ser consciente de mi
misma y de toda la belleza que me rodea, de los
días grises, y de los azules
luminosos, de los vuelos bajos de los gorriones y del canto vespertino del
ruiseñor, de la luna en cuarto menguante y de un cielo estrellado, de una noche
de tormenta y de un paseo cubierto de hojas de otoñales colores… Dejaré de
mirar el pronóstico del tiempo en la pantalla del móvil y volveré a aprender a
observar el cielo: inspirar, expirar, inspirar, expirar.
Día de boda. Maputo. |
Respuesta: otupaM
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