Mujer nyangaton |
Encorvó su largo cuerpo para poder salir por la pequeña puertecita. Era mediodía y el conjunto de ramas y paja que conformaban la choza apenas dejaban pasar un hilillo de aire, pero al salir se dió cuenta de lo fresco que se estaba en la oscuridad interior de la choza. El polvo que iba levantando al caminar le cegaba las narices y le impedía respirar y pensar con claridad. La joven le precedía con paso altivo. No la vería ya en todo el año. La universidad estaba lejos.
- Déjame al menos tu número de teléfono.- dijo cogiendo del suelo una pequeña espina de acacia.
Sidis-ulet-arat-arat... En cuclillas dibujó con el trocito de espina los números sobre su piel marrón chocolate. Pequeñas rayitas blanquecinas iban marcando su muslo: ulet-and-and-sost-hamis.
Un corto silencio... Bortokali.
Así que ése era su nombre, fruta de color intenso, jugosa, ora dulce, ora amarga, verde como el campo tras la lluvia, naranja, como el sol incandescente que antecede al día caluroso pero que no quema, etimología viajera de tierras lejanas. No necesitaba escribirlo en su piel, había quedado marcado a fuego en su interior, como queda marcada en las reses la seña del dueño, le hervía como hierve la herida de la escarificación aún sin cicatrizar que te liga de por vida a la tribu.
Repitió el número, no quería errores. Ella se lo confirmó alzándo ligeramente la barbilla en un pequeño suspiro al estilo de la gente de Konso, como si le faltase el aire, como hace aquel al que le han dado un pequeño susto.
Los meses pasaron pero el teléfono nunca daba señal. ¡Tenía que haberle pedido el e-mail!. Acudió a la choza del abuelo. El hombre le miró con su apergaminada cara. Nunca se había fijado en él. Parecía una máscara de cuero, la misma textura, el mismo color, la misma mirada vacía e impersonal, la misma sonrisa indescifrable.
- Dime, abuelo, ¿la volveré a ver?
Durante unas milésimas de segundo todo dió vueltas a su alrededor. Las mujeres escupían sobre la seca tierra para a continuación con un gesto mecánico de la mano echar sobre el espumoso líquido un poco de arena. Una pequeña cría de lince se revolvía en las manos de un joven que mostraba orgulloso su presa. Un bebé se agarraba con rabia a la maraña de collares multicolores de su madre y lloraba de sed furioso.
El viejo lanzó las chanclas hacia el cielo. Éstas quedaron una encima de la otra en difícil equilibrio.
- Tomarás el camión, éste eres tú. -dijo señalando la chancla de encima ligeramente suspendida sobre la otra, casi tocando el suelo en la zona del talón.
Salió decidido cerrando la puerta de espinos del recinto, pero pasaron tres días hasta que consiguió que un camión que iba de vacio a Jinka estuviese dispuesto a llevarle por un precio razonable. Aún así, invertió practicamente todos sus ahorros y apenas le quedó algo de dinero para comprar algo de comida y poder dormir en algún sitio seguro a la llegada a la gran ciudad. Se puso su única camisa y cruzó el río marronáceo sentado en el interior del tronco, absorto en las gotas de sudor que recorrían el cuerpo del barquero. En la orilla un grupo de jóvenes y niños lanzaban piedras a una vaca que flotaba sobre el agua para empujarla río abajo y alejar así la enfermedad y la muerte. Abajo, indiferente a todo, un joven todo embadurnado en jabón de los pies a la cabeza se afanaba inútilmente en intentar que el agua penetrase a través de los compactos rizos en su cuero cabelludo. Alguna que otra mujer de torso desnudo caminaba lentamente portando en su cabeza haces de leña. El viento traía los acordes de un waka-waka versioneado con voz ronca por alguna niña revoltosa.
Soltó unos birr al barquero y se dirigió al camión ya repleto de gente. Al subir pisó sin querer a un viejo que le miró con expresión inquietante. Apenas si había sitio para acurrucarse en el suelo del camión con las extremidades en posturas imposibles, en difícil equilibrio, cayendo con cada curva sobre un compañero, golpeándose con cada bache en el mismo moratón. Los gigantes termiteros que jalonaban el camino parecían con su extraña forma burlarse de él. Mirase donde mirase los termiteros como cortes de mangas de pesadilla parecían anticipar un frustrante desenlace a su ansiado sueño.
El camión afrontó cogiendo carrerilla el siguiente wadi. El río seco era profundo. El conductor pisó el acelerador apretando imperceptiblemente los dientes, la arena lo envolvió todo. Hubo un movimiento inesperado, varios cuerpos se enredaron, un niño salió volando, una cabeza se abrió contra el rojo y oxidado metal, se oyeron gritos secos, cuerpos doloridos se arrastraban por la tierra con quejidos apenas audibles, la arena en suspensión confería a la escena un halo de irrealidad. Pero no hay que desesperar cuando se persigue un sueño. Como dijo el gran Gatsby, cuando uno tiene un sueño ha de perseguirlo sean cuales sean las consecuencias. Levantó los ojos y se pasó la mano por la cara en un vano intentó de desprender la arena que se había quedado pegada a pequeñas gotitas de sudor y sangre. Un termitero gigantón le observaba.
- No me intimidas, nada hará que me rinda.
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