jueves, 8 de marzo de 2012

Le mariage. Cuento.


Tenía un pequeño letrero clavado en un árbol anunciando sus servicios y su número de teléfono móvil. Se le podía ver siempre allí, a la sombra del karité, agachado a un lado u otro de alguna moto, un poco sucio de alquitrán. Era un barrio tranquilo, cerca de los restaurantes de más prestigio de la ciudad: el Pilier, el Tabakady... Restaurantes inaccesibles para él desde luego, que solía conformarse con comprarle al chaval que atendía el puestecillo del otro lado de la calle un par de manzanas para almorzar.

Era un día como otro cualquiera. El loco que cubría su cabeza con un casco para evitar hacerse daño en sus arranques de locura ya se había sentado sobre la arena de la acera, enfrente de la pâtisserie Les Délices, y parecía comer algo que sacaba de una bolsa de plástico negra. En la pastelería la gente hacía cola para llevarse varias barras de pan recién hechas y algún pastelito que intentaban meter sin éxito en una de las finas bolsas que fuera un hombre en su silla de ruedas descolgaba de un pequeño arbolito y vendía a un módico precio, se rompían enseguida y habían de comprarle otra bolsita que sólo con verle la cara al pan se rasgaba fastidiosamente. Hacia las diez el niño de siempre pasó con su rebaño de cabras taciturno silbando una melodía que a Salifou se le hizo extrañamente conocida. Y poco después se vio pasar un camión de Mercadona que asustó a un dromedario distraido que seguía a su amo perezosamente, ralentizando su marcha para poder mordisquear las sabrosas flores de las acacias que quedaban a su alcance.

Un día como cualquier otro. Y, sin embargo, un extraño silencio le había chocado al salir de casa en dirección a su rudimentario taller. Apenas se veía un alma en la calle, como si se esperase un gran cataclismo. Miró hacia el cielo pero no le pareció que la tormenta de arena fuese a ser inminente, aunque hacía ya cuatro días desde la última y estaba claro que la próxima no tardaría mucho en llegar. "Amenaza lluvia"- se dijo para sí.

Mientras se afanaba en arreglar una moto que un cliente le acababa de dejar, la vio pasar. No era la primera vez que veía a la joven. Solía pararse a conversar con el vendedor de lotería o se acercaba a la pequeña peluquería de más allá. Pero ese día, era tan escasa la circulación de gente por la calle, había un clima tan espectante que se fijo con más atención en ella. Era realmente joven, pero al mismo tiempo tenía una elegancia y un atractivo muy resueltos y maduros.

Un chaparrón inclemente interrumpió sus reflexiones. Empezó a caer agua del cielo a cántaros, sin piedad. La chica parecía bastante madura, pero él estaba claro que todavía era un criajo al que le quedaba mucho que aprender, por lo menos en lo que se refiere a interpretar las señales. Ese silencio que le había llamado la atención por la mañana no era sino el anuncio de un gran chaparrón que había hecho ser precavidos a todos los habitantes de Niamey, menos a él. Si hubiese sido un poco más listo se hubiese quedado en casa. Ahora quedaría atrapado vete a saber hasta cuándo.
  

Corrió hasta la entrada de la pâtisserie y se quedó allí a esperar a que escampara. La calle ya se había inundado completamente y el agua caía del tejadillo del porche de la panadería como una catarata. "Yo voy a intentarlo"- le dijo sonriente un joven que se subió a la moto y con el agua casi hasta media rueda consiguió finalmente salir a la carretera. "¿Quieres que te lleve? Voy hacia el mercado de Katako"- se ofreció un hombre mientras se subía a un todoterreno. "No gracias". No podía dejar la moto que estaba arreglando allí sin vigilancia, el cliente vendría a buscarla por la tarde.




Invitación de boda. Niamey

Después de eso ya no recuerda claramente nada. Seguía lloviendo sin parar, la calle estaba totalmente inundada. Estaba como en una celda recluido entre la cortina de agua que caía del saliente del tejadillo y las paredes de la pastelería. Se recuerda a si mismo como en un estado catatónico, en una espera interminable, con la mirada fija en la cortina de agua. No recuerda que nadie saliera ni entrase en la panadería, no recuerda qué hizo el hombre de la silla de ruedas, no recuerda qué fue de la chica, no recuerda que hablara con nadie, ni que nadie le sacase de allí. Sólo le vienen a la cabeza imágenes inconexas como a ráfagas. Había cesado la lluvia pero él permanecía inmóvil en el escaso espacio junto a la pared de la panadería que aún estaba seco. Esperaba. La calle estaba todavía inundada y esperaba -como era habitual por otra parte- a que las aguas bajasen un poco y le permitiesen salir a la calle sin mojarse hasta las rodillas. Un coche de los pocos que empezaban a pasar por la carretera levantó un torrente de agua a su paso que le empapó de arriba a abajo. Un chico embutido en un impermeable azul oscuro atravesó como a cámara lenta la calle en una bicicleta. De todo esto tiene un somero recuerdo, pero nada más. Como si hubiese entrado en otra dimensión, como en un sueño.

Invitación a una boda en Niamey
El siguiente recuerdo es ya una enorme confusión de ruidos en una especie de ceremonia nupcial con muchos hombres vestidos con fes y bubú blanco y grandes zapatos en punta, músicos que le enloquecían con sus tambores y gentes que le hablaban en un idioma que no llegaba a comprender. Y la jovencita, como entre nubes, siempre flotando a su alrededor. Una fiesta sin fin que daba vueltas alrededor de su cabeza. Y en ese estado onírico, no sabe cómo, llegó a Lagos. Seguro que le drogaron, o tal vez fuese poseído por alguno de los cientos de holeys o genios invisibles que a veces se alían con algunos humanos por razones que sólo ellos conocen, tal vez la familia de la chica contaba con el apoyo de los atakurna, enanos del bosque, o los tôro, genios del agua y del cielo.  


El caso es que su vida dio un vuelco del que aún no se ha recuperado. Ahora, en Lagos, se encarga de apalabrar medio en hausa medio en yoruba el precio del taxi brousse que habrá de llevar a la extraña familia de su novia a algún mercado en donde hacer su numerito. Mientras, la familia de Rachida espera agazapada con una de las hienas en algún rincón, y en cuanto Salifou llega a un acuerdo con el taxista, corren con la hiena y, sin dar tiempo al asombrado chofer de protestar, ocupan el vehículo, de manera que el aterrorizado conductor no tiene otra que arrancar la furgoneta y correr lo más posible para intentar llegar al destino sin ser devorado por el animal. Con su cara de extranjero timorato y su lengua de trapo, ningún taxista imagina la sorpresa que esconde el muchacho. Ya en la plaza del mercado, la familia de su novia y ella misma realizan diferentes números y juegos con el animal para asombro y divertimento de las gentes de los barrios periféricos de la gran ciudad. Él no participa en el espectáculo, sólo se encarga de recoger las monedas. Todavía no se ha acostumbrado a las hienas, aunque sus cuñados dicen entre grandes carcajadas que son ellas las que aún no se han acostumbrado a él.
Hombres hiena
 
A veces uno no sabe lo que tiene cuando cuenta con un árbol en donde dejar su número de teléfono y una buena sombra donde poder trabajar. Echa de menos aquel barrio tranquilo de Niamey y después de todos estos años aún pierde el sueño a veces pensando en qué sería de la moto que dejó bajo el árbol a medias de arreglar. Es absurdo, pero le reconcome la idea de que su cliente esté enfadado con él. No le reprocha nada a su mujer, ella, al fin y al cabo no fue sino una víctima más de las hienas, como él. Ella, al fin y al cabo, no era nada más que una estudiante de vacaciones en Niamey.

http://www.taringa.net/posts/imagenes/5655931/Hombres-Hienas.html

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